Homilía en la Misa de la peregrinación diocesana al Calvario de Tandil

“¿Crees esto?”
(Jn 11,26)
 

Tandil, domingo Vº de Cuaresma, 6 de abril de 2014
 
Queridos hermanos:

Falta poco para la Semana Santa y para la Pascua. Como todos los años, según tradición de la diócesis de Mar del Plata, en el Vº domingo de Cuaresma, nuestra feligresía acude en peregrinación a este célebre viacrucis de la ciudad de Tandil. Esta tradición tiene ya cuarenta años y fue iniciada por el siervo de Dios, cardenal Eduardo Pironio. Después de recorrer las estaciones de la vía dolorosa celebramos la Eucaristía, que nos une como hermanos.

Venimos a este Calvario monumental porque los signos nos ayudan a llevar en la memoria el amor redentor de Cristo y las imágenes nos estimulan a corresponder con nuestro amor al ofrecimiento de su gracia.

Al contemplar las estaciones del camino de la cruz entendemos que el camino hacia nuestra vida en plenitud es como el de Cristo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).

Pero el mensaje de Jesús no está centrado en el dolor sino en el amor. La cruz es el signo de un amor que no retrocede ante las exigencias de la verdad, de la justicia, de la paz. Cristo predicó el evangelio, que significa la buena noticia, el alegre anuncio de la salvación.

Con su vida Cristo nos enseña que no se alcanza la felicidad verdadera si no estamos decididos a enfrentar con fe y esperanza las pruebas del camino de la vida. Él nos convence de que el camino de la fecundidad pasa por el amor que se demuestra en una vida que sabe de renuncias: “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).

Las lecturas bíblicas de hoy nos hablan de resurrección y de vida, y del poder del Espíritu de Dios que obra en Jesús. Escuchábamos en el libro de Ezequiel: “Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas, y los haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel… Yo pondré mi espíritu en ustedes, y vivirán” (Ez 37,12.14).

En su Carta a los Romanos, San Pablo nos dice: “Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes” (Rom 8,11).

En el relato de la resurrección de Lázaro, contenido en el Evangelio de San Juan que hemos escuchado, Jesús le dice a Marta y nos dice a nosotros: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? (Jn 11,25-26).

Lo mismo que a Marta nos pregunta también a nosotros: “¿Crees esto?” A esta pregunta debemos responder con nuestro acto de fe. En cualquier circunstancia de la vida, debemos aferrarnos a Cristo, que es Resurrección y Vida. En la vida presente nos resucita mediante su gracia que nos da una vida nueva. Y en su venida final, mediante una gloriosa resurrección corporal semejante a la suya.

Si de verdad creemos que Cristo es nuestra Resurrección y nuestra Vida, debemos manifestar nuestra fe en una actitud de serenidad y alegría espiritual, junto con nuestro testimonio de amor a los demás. Esto vuelve atractivo nuestro mensaje, y nos convierte en “fragancia de Cristo” ante los demás, según la expresión de San Pablo (2Cor 2,15). Si vivimos la Vida de Cristo que es nuestra Resurrección, nos convertimos en “luz del mundo” (Mt 5,14) para comunicarla a nuestros hermanos.

En su exhortación Evangelii gaudium, el papa Francisco nos decía con especial énfasis: “Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo” (EG 49). Hoy hemos venido aquí para encomendar a su gracia este pedido que hemos adoptado como lema.

La Iglesia es un cuerpo al servicio de la misión. Existimos para evangelizar. Incluso el monje más enclaustrado o la religiosa más contemplativa, que viven para rezar; lo mismo que el laico más simple y sin relieve aparente, que vive enfrentando problemas, sostenido por la fe en Cristo y dando buen ejemplo; o la mujer a quien nadie aplaude pero que es capaz de milagros de heroísmo cotidiano. ¡Todos debemos “salir”, todos debemos ser misioneros! Cada cual desde su puesto, desde su circunstancia.

Lo importante es entender que debemos “salir de nosotros mismos” y que Dios quiere convertir nuestro dolor y nuestros problemas en medicina y vida para nosotros y para los demás. Todos “salimos” por la fe, porque la fe, cuando está viva, nos conduce al amor del prójimo. En un caso, viviendo con dignidad la vida de cada día, aceptando la lucha y dando buen ejemplo. Otras veces, colaborando más activamente en las propuestas parroquiales y diocesanas de misión programada.

Junto con el papa Francisco, a todos quiero convocar a “salir en misión”. Nuestras ciudades tienen sus periferias geográficas, con bolsones de pobreza e indigencia. Como obispo, espero contar con la generosidad de ustedes en la campaña de alimentos organizada por Cáritas, para el próximo Jueves Santo. En esas periferias, nos esperan muchos hermanos que, además de hambre de pan, tienen también mucha hambre de Evangelio.

Pero no olvidamos las periferias existenciales del dolor y la enfermedad, de la droga y de la soledad, de la confusión mental y la falta de sentido de la vida. Todos podemos hacer algo, por pequeño que parezca, por ejemplo, dando tiempo como voluntarios de instituciones que trabajan en el alivio de estos males.

Muchos están como muertos espiritualmente, esperando que nosotros les repitamos las palabras de Cristo: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Jn 11,25-26).

Confiemos a la intercesión de la Santísima Virgen el propósito de querer ser una Iglesia misionera, con deseos de salir a todos los caminos con el anuncio del Evangelio.

 

 

Antonio Marino
Obispo de Mar del Plata

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