Homilía del Cardenal Bergoglio


Desgrabación de la homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j. en ocasión de la misa de clausura del Encuentro 2012 de Pastoral Urbana Región Buenos Aires
 Los textos de la misa corresponden al domingo 22.
 La escucha de la Palabra me hizo sentir tres cosas: cercanía, hipocresía y mundanidad.
 En la primera lectura Moisés dice: “¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ellos como el Señor nuestro Dios está cerca de nosotros?”.
Nuestro Dios es un Dios que se aproxima. Un Dios que se hace cercano. Un Dios que empezó a caminar con su pueblo y luego se hizo uno de su pueblo en Jesucristo para hacerse cercano. Pero no con una cercanía metafísica sino con esa cercanía que describe Lucas cuando va a curar a la hija de Jairo, que la gente lo apretujaba hasta sofocarlo mientras la pobre vieja de atrás le quería tocar el borde del manto. Con esa cercanía de la multitud que quería hacer callar en la entrada de Jericó al ciego que a los gritos pretendía hacerse oír. Con esa cercanía que dio ánimo a esos diez leprosos para pedirle que los limpiara. Jesús estaba metido en la cosa. Nadie se quería perder esa cercanía, incluso el petiso que se subía al sicómoro para verlo.
Nuestro Dios es un Dios cercano. Y es curioso: Él curaba, hacía el bien. San Pedro lo dice clarito: “Pasó haciendo el bien y sanando”. Jesús no hizo proselitismo: acompañó. Y las conversiones que lograba eran precisamente por esa actitud suya de acompañar, enseñar, escuchar, hasta tal punto que su condición de no ser un proselitista lo lleva a decir: “si ustedes también se quieren ir váyanse ahora, no pierdan tiempo. Vos tenés palabra de vida eterna, nos quedamos”. El Dios cercano, cercano con nuestra carne. El Dios del encuentro que sale al encuentro de su pueblo. El Dios que —voy a usar una palabra linda de la diócesis de San Justo—: el Dios que pone a su pueblo en situación de encuentro.
Y con esa cercanía, con ese caminar, crea esa cultura del encuentro que nos hace hermanos, nos hace hijos, y no socios de una ONG o prosélitos de una multinacional. Cercanía. Esa es la propuesta.
 La segunda palabra es hipocresía. Me llama la atención que San Marcos, siempre es tan conciso, tan breve, que le haya dedicado tanto a este episodio —y conste que en esta versión litúrgica está recortado y es más largo todavía— parece que se ensaña con los que se hacen lejanos, con aquellos que el mensaje de la cercanía de ese Dios, que viene caminando con su pueblo, que se hizo hombre para ser uno más y caminar, han tomado esa realidad, la han destilado a lo largo de las tradiciones de ellos, la han hecho idea, la han hecho puro precepto y la han alejado a la gente.
Jesús sí que los va a acusar de prosélitos a éstos, de hacer proselitismo. Ustedes recorren medio mundo para buscar un prosélito y después lo matan con todo esto. Alejaron a la gente.
 Los que se escandalizaban cuando Jesús iba a comer con los pecadores, con los publicanos, a éstos Jesús les dice: “los publicanos y las prostitutas los van a preceder a ustedes”… que era lo peorcito de la época. Jesús no los banca. Son los que han clericalizado —por usar una palabra que se entienda— a la Iglesia del Señor. La llenan de preceptos y con dolor lo digo, y si parece una denuncia o una ofensa, perdónenme, pero en nuestra región eclesiástica hay presbíteros que no bautizan a los chicos de las madres solteras porque no fueron concebidos en la santidad del matrimonio. (aplausos)
Éstos son los hipócritas de hoy. Los que clericalizaron a la Iglesia. Los que apartan al pueblo de Dios de la salvación. Y esa pobre chica que, pudiendo haber mandado a su hijo al remitente, tuvo la valentía de traerlo al mundo, va peregrinando de parroquia en parroquia para que se lo bauticen.
A éstos que buscan prosélitos, los clericales, los que clericalizan el mensaje, Jesús les señala el corazón, les dice “del corazón de ustedes salen las malas intenciones, las fornicaciones,  los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino…”. Flor de piropo, ¿eh? Así les pasa la mano de bleque. Los denuncia. 
Clericalizar la Iglesia es hipocresía farisaica. La Iglesia del “vengan adentro que les vamos a dar las pautas acá adentro y lo que no entra no está” es fariseísmo.
Jesús nos enseña el otro camino: salir. Salir a dar testimonio, salir a interesarse por el hermano, salir a compartir, salir a preguntar. Encarnarse.
Contra el gnosticismo hipócrita de los fariseos, Jesús vuelve a mostrarse en medio de la gente entre publicanos y pecadores.
 La tercera palabra que me tocó es el final de la carta de Santiago: no contaminarse con el mundo. Porque si bien el fariseísmo, este “clericalismo” entre comillas nos hace daño, también la mundanidad es uno de los males que carcomen nuestra conciencia cristiana. Esto lo dice Santiago: no se contaminen con el mundo. Jesús en su despedida, después de la cena, le pide al Padre que lo salve del espíritu del mundo. Es la mundanidad espiritual. El peor daño que puede pasar a la Iglesia: caer en la mundanidad espiritual. En esto estoy citando al cardenal De Lubac. El peor daño que puede pasar a la Iglesia incluso peor que el de los papas libertinos de una época. Esa mundanidad espiritual de hacer lo que queda bien, de ser como los demás, de esa burguesía del espíritu, de los horarios, de pasarla bien, del estatus: “Soy cristiano, soy consagrado, consagrada, soy clérigo”. No se contaminen con el mundo, dice Santiago.
 No a la hipocresía. No al clericalismo hipócrita. No a la mundanidad espiritual.
Porque esto es demostrar que uno es más empresario que hombre o mujer de evangelio.
Sí a la cercanía. A caminar con el pueblo de Dios. A tener ternura especialmente con los pecadores, con los que están más alejados, y saber que Dios vive en medio de ellos.
 
Que Dios nos conceda esta gracia de la cercanía, que nos salva de toda actitud empresarial, mundana, proselitista, clericalista, y nos aproxima al camino de Él: caminar con el santo pueblo fiel de Dios.
 
Que así sea.
 
Cardenal Jorge Mario Bergoglio s.j.
Buenos Aires, 2 de septiembre de 2012

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