Lo primero es tratar de entender los conflictos. No se trata solo de que el ejército los matara por defender a los pobres (aunque eso ocurrió). Se trata de una historia más larga. Una historia jalonada por otros nombres: Rutilio Grande, Monseñor Romero, y tantos hombres y mujeres que, en El Salvador, se implicaron en una lucha por transformar la sociedad. Se trata de la opción de una iglesia encarnada y enraizada en un contexto herido y golpeado, por leer el evangelio en clave profética y transformativa. Se trata de la valentía de quienes, frente a la conveniencia, la comodidad o la seguridad, eligieron la justicia que nace de la fe. Se trata de la dinámica terrible del pecado que mutila, oprime y trata de imponer su lógica implacable. Pecado que genera estructuras excluyentes. Pecado que ciega a quienes se dejan envolver por su canto de egoísmo y dominio. Pecado que prefiere los golpes a las palabras, las armas a las herramientas, los profetas muertos a los profetas vivos.
Es bueno, y es necesario, conocer esas historias. Entender qué fue la teología de la liberación, y qué puertas abrió en aquel contexto americano, donde la polarización era terrible. Comprender las luces y las sombras personales, eclesiales y sociales que entraron en juego. Vibrar al constatar que la sangre de los mártires no quedó impune, sino que sirvió para remover conciencias, inercias y convenciones -aunque siga, interminable, la batalla entre egoísmo y generosidad, odio y amor, opresión y justicia-.
Si, como se viene anunciando, 2015 va a ser el año de la beatificación de Monseñor Romero, será una gran ocasión para releer su vida, su compromiso y su conversión. Para salir de estereotipos y clichés que todo lo interpretan en claves ideológicas. Y para dejar que estas vidas comprometidas nos recuerden, a los cristianos de todos los tiempos y contextos, que el que no da la vida (cada día), la pierde.
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