Posteado por Ángel Garachana mayo 22, 2013 a las 9:23am
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
La corrupción
Cuando viajo a otros países para participar en reuniones propias de mi ministerio episcopal, siempre llevo algunos libros, pequeños, de poco peso material pero de “peso” moral, por los contenidos o por la autoridad del autor.
Cuando viajo a otros países para participar en reuniones propias de mi ministerio episcopal, siempre llevo algunos libros, pequeños, de poco peso material pero de “peso” moral, por los contenidos o por la autoridad del autor.
Del 13 al 17 asistí a la XXXIV Asamblea Ordinaria del CELAM en Panamá. En algunos ratos libres me leí un librito del Cardenal Jorge M. Bergoglio, hoy Papa Francisco: “Corrupción y pecado. Algunas reflexiones en torno al tema de la corrupción”, de la Editorial Claretiana, Buenos Aires 2002. Quiero comentar algunas de sus reflexiones, o mejor, reflexionar yo al hilo de su discurso.
Estoy de acuerdo con su constatación: “sabemos que todos somos pecadores pero lo nuevo que se incorporó en el imaginario colectivo es que la corrupción pareciera formar parte de la vida normal de una sociedad, una dimensión denunciada pero aceptable del convivir ciudadano” (p. 6). En Honduras hablamos de ella y decimos que está en la raíz de muchos de nuestros males, que se ha perdido el valor de la honestidad, que estamos a años luz de pensar ya lo del refrán: “pobres pero honrados. Se convierte en un lugar común de referencia de las conversaciones, cuando lamentamos lo mal que van las cosas o la pérdida de valores. Sin embargo, estas son palabras de un lenguaje vacio, farisaico y descomprometido. En realidad la corrupción pareciera formar parte de nuestra “cultura”, entrar de una manera connatural en la vida social de éxito.
Al hablar de corrupción solemos pensar de inmediato en la corrupción social, política… pero la corrupción arranca del corazón, de la conciencia de la persona. “Todas esas cosas malas proceden del interior y son las que contaminan al hombre” (Mc 7,23). Las diversas formas y campos de la corrupción terminan convergiendo y arrancando de la corrupción moral. Radicalmente es una corrupción de la conciencia. Esto es lo más grave. Mientras la conciencia mantiene su luz y su sensibilidad hay posibilidad de arrepentimiento. Pero cuando se corrompe, cuando se ha deteriorado, endureciendo o acostumbrado hasta perder la sensibilidad, cuando se ha oscurecido o cuando prefiere las tinieblas a la luz hasta percibir el mal como normal, entonces es difícil cambiar.
De la corrupción del corazón se pasa a la corrupción social, de manera que el comportamiento corrupto se va generalizando y termina viéndose como normal y aceptable. Más aún, se puede terminar admirando al corrupto, teniéndolo por inteligente, listo para aprovechar las oportunidades y compadeciendo al honesto por ser un anticuado que no sabe estar a la altura de los tiempos.
“Toda corrupción crece y, a la vez, se expresa en atmósfera de triunfalismo. El triunfalismo es el caldo de cultivo ideal de actitudes corruptas, pues la experiencia les dice que esas actitudes dan buen resultado, y así se siente en ganador, triunfa. El corrupto se confirma y a la vez avanza en este ambiente triunfal. Todo va bien”. (Obra citada, 29). En una cultura del éxito y del triunfo a cualquier precio, la corrupción encuentra el ámbito natural para nacer y desarrollarse, las razones para justificarse, los cómplices para propagarse y las buenas formas para ser admirada y admitida en sociedad.
¿Hasta que grado de descomposición personal, institucional y social tenemos que llegar para que digamos ¡basta! y empiece nuestra curación?
+ Ángel Garachana Pérez, CMF
Obispo de San Pedro Sula
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