Diario Página 12 – Sección El País
Era obrero porque no hubiera podido vivir de otra forma, decía el padre Francisco “Pancho” Soares. En los barrios de Tigre lo conocían como el cura zapatero, el de la bicicleta destartalada; por su opción por los pobres, su compromiso social de cambio. Pero molestaban su actividad “traidora a la fe católica, apostólica y romana”, su “peligroso” liderazgo y su discurso revolucionario, al establishment y a las jerarquías del Ejército. Fue una de las primeras víctimas eclesiásticas de los militares, asesinado en el verano del ’76, días después de realizar un responso en el que se señaló con nombre y apellido a los responsables del secuestro, tortura y fusilamiento de tres delegados gremiales peronistas. Su caso fue denunciado la semana pasada ante la Justicia federal en el marco de la megacausa Campo de Mayo por crímenes de lesa humanidad. El sol despuntaba sobre las casillas de chapa y madera en el barrio de Carupá. J.C.V., un vecino de 30 años, atravesó las calles y el barro que lo separaban de la Capellanía y golpeó la puerta del padre Pancho. Otros testigos contaron que era costumbre que todas las mañanas le convidara unos mates. Pero ese día fue diferente. “A la madrugada se escucharon tiros y al salir vi un auto que se alejaba por el camino de tierra rumbo a la Panamericana”, dijo J.C.V. a la prensa ese 13 de febrero de 1976. La casa del cura, tan humilde como el resto, tenía una ventana abierta de par en par: Soares estaba en el piso, cubierto en un charco de sangre, su cuerpo desfigurado. Arnaldo, el hermano discapacitado del sacerdote, había sido herido también, y pedía ayuda. Moriría meses después en un hospital.
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