Querido ladrón

Resultado de imagen para jose luis martin descalzoQuiero compartirles el primer artículo del libro "RAZONES PARA LA ESPERANZA" de un autor que admiré en los tiempos del Concilio y que sigue siendo actualísimo: JOSE LUIS MARTIN DESCALZO. Si quieren saber másde su biografía, aquí les dejo el enlace:
https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Luis_Mart%C3%ADn_Descalzo
Y ahora el artículo
Querido ladrón
Me gustaría que este primer apunte de mi cuaderno llegase a tus
ámanos, amigo ladrón, que hace dos semanas violentaste mi puerta, re-
gistraste mis cajones y abriste uno a uno todos mis armarios. Me gus-
taría, al menos, darte las gracias, más, incluso, que por no haberte
llevado nada, por no haber alterado el orden de uno solo de mis
papeles.

Supongo, muchacho —porque estoy seguro de que eres poco más
que un chiquillo—, que debiste maldecir a toda mi ascendencia al des-
cubrir que en mi casa había sólo cosas que —desgraciadamente para
ti, por fortuna para mí— no te interesaban en absoluto: libros, discos
y algún objeto de arte muy cercano a mi alma, aunque no muy valio-
so. Tú buscabas —supongo que para seguir hundiéndote en el infier-
no de la droga— joyas, oro, dinero. Te hubieras ahorrado el trabajo
de romperme el marco de la puerta de haberme conocido. Habrías
sabido que el oro y las joyas me parecen las dos cosas más estúpidas
del mundo. Y que, en cuanto al dinero, tengo una demoníaca habili-
dad para gastarlo más de prisa de lo que lo gano. No encontraste lo
que no podías hallar. Y, sin embargo...
Sin embargo, me quitaste —con la complicidad de mi cobardía,
claro— algo de mucho más valor que los diamantes. Te explicaré.
Yo he defendido siempre que la confianza es parte sustancial de
la vida de los hombres; que sería preferible no vivir a hacerlo con el
alma acorazada. Si yo no me fío de los que me rodean, y circundo mi
vida y mi corazón de hilo espinado, no hago daño a quienes a mí se
acercan, me lo hago a mí mismo. Un corazón desconfiado envejece
de prisa. Un corazón cerrado a cal y canto está más muerto que si real-
mente muriese.

Esa es la razón por la que siempre me resistí a reforzar mis puer-
tas (gracias a ello te resultó a ti tan fácil la función de saltarlas). Y ésa
misma es la causa por la que he tenido siempre la costumbre de dejar
todas las llaves puestas en sus cajones y armarios (y gracias a ello tú
no precisaste destrozármelos para abrirlos).
Los tres vecinos de mi descansillo habían blindado ya las entradas
de sus casas. Los tres me habían dicho mil veces que hiciera yo lo
propio, ya que cada día leían en la prensa noticias de muchachos
como tú. Yo siempre me reía: «En mi casa —decía— no hay cosas
que puedan interesar a los ladrones.» Pero, en mi interior, era otra
la razón decisiva. Sabía, sí, que la violencia es hoy uno de los gran-
des ejes del mundo, más prefería no verlo demasiado, no imaginar,
al menos, que pudiera venir contra mí y convertirme, consiguiente-
mente, en un «violento defensivo», en un alma clausurada.
Había aún otra razón. Si tú me conocieras sabrías que siempre he
considerado a Bernanos un poco como el padre de mi alma. Pues bien:
este escritor —léelo, es mucho más apasionante que la droga—' rendía
un verdadero culto a la confianza entre los hombres. Hasta tal punto
que, cuando alguien le contó que en cierta región del Brasil las casas
no tenían puertas, ni cerrojos, ni llaves, se marchó allí a vivir, seguro
de que quienes así pensaban por fuerza habían de ser hombres com-
pletos.
También yo me sentía vinculado a ese culto. Prefería, incluso, ser
robado a construirme el alma como un castillo roquero.
Pues bien: he cedido. Yo pecador me confieso a ti, ladrón amigo,
para contarte que tu avaricia y mi cobardía juntas fueron más pode-
rosas que todos mis propósitos.
Cuando aquella tarde encontré mi puerta abierta de par en par,
gracias al juego de tus manos, algo se revolvió en el fondo de mí. No
contra ti (o, al menos, no sólo contra ti), sino contra este mundo que
estamos construyendo. Por eso me gustaría saber quién eres, cómo
eres. Conocer si eres consciente —como yo lo soy— de lo inhabitable
que, entre todos, estamos volviendo este planeta. No quiero ni pen-
sar que la droga haya terminado ya de pulverizar tu conciencia.
Aquella noche dormí mal. Me despertaban inexistentes ruidos.
Veía regresar monstruos que, a lo mejor, se parecían poco a ti o que
eran como tú multiplicado, como lo que tú acabarás siendo si sigues
por ese camino. Una rabia secreta me poseía. No porque tú me hubie-
ras robado —ya que, de hecho, nada te llevaste y debía, en rigor, con-
siderarme afortunado—, sino por vivir en una sociedad que, quizá,
primero te cerró las puertas del trabajo para abrirte luego de par en
par las del vicio. Y del vicio más destructor y caro.
Durante los diez días siguientes me seguí sintiendo extraño. Lle-
gaba a casa con un amargo latir del corazón, imaginándome de nuevo
la puerta violentada, entrando a ella con miedo a encontrarte dentro,
navaja o pistola en mano y tembloroso.
Corta debía de ser mi confianza. Capitulé al sexto día, convencido,
no sé por qué demonio, de que sólo una puerta blindada devolvería
la paz a mi corazón traumatizado.
Y ahí están, cerrojos, barras, planchas de acero, llaves supercom-
plicadas, todo un armamento defensivo. Igual que si viviera en una
caja de caudales, convertido yo mismo en un lingote de ese oro que
desprecio.
Ahora me siento mucho más tranquilo. Pero mucho menos hom-
bre. Mucho menos fraterno. Y no me duele el dinero que, gracias a
tu hazaña, he debido gastar. Me duele saber que ha aumentado el
número de los que desconfían, de los que viven con el alma repleta
de mastines.
La culpa no es sólo tuya. Mía también. Y este sentimiento de
culpa común es lo único humano que he sacado de esto. Me gustaría,
por todo ello, que tú pudieras leer estas líneas y que sintieras algo
parecido. Así los dos sabríamos que tu avaricia y mi miedo se junta-
ron para construir esta tristeza.

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